Vocación
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El blog personal de

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Vocación

(Relato corto | ficción. 995 palabras)

 

El día que me decidí a buscar a mi profesor de la infancia, Don Matías Alcaide, me encontraba armado con un coraje inusual; uno que no había sentido en los veintiséis años que habían pasado desde que le perdí la pista. Ese mismo tiempo hacía que no me había plantado frente a la entrada de mi viejo instituto, y confieso que lo encontré más envejecido y abandonado de lo que me esperaba. Apenas puse mis pies en el enorme recibidor y miré a mi alrededor, vinieron a mí multitud de recuerdos que debía tener enterrados; la mayoría suyos.

En ningún lugar fui más feliz como estudiante que en el aula número tres del segundo piso de aquel vetusto edificio. Con Matías en la palestra y las ventanas bien abiertas, como a él le gustaban, el aula resplandecía y hacía a uno sentir más en La Sorbonne de Paris que en una escuela cualquiera de una ciudad que jamás dejó de ser un pueblo. A mi alrededor, la audiencia no podía ser menos agradecida y más aborregada, pero aquel tipo jamás escatimó en repeticiones, disertaciones masticadas, clases de repaso fuera de hora y fichas explicativas elaboradas por el mismo. El tipo estaba decidido a arrastrar hacía el aprobado a todo un alumnado que parecía más interesado en la carcoma de las persianas que en labrarse un futuro. Matemáticas y Química le correspondía impartirnos, nada menos. Y a mí no se me ocurría empresa más difícil frente a ese público. Pero Matías jamás perdió la sonrisa, ni siquiera cuando comenzaron sus problemas de salud, de los que todos hablábamos, pero nadie sabía nada. Recuerdo con añoranza sus jornadas de química de los sábados y sus sesiones de repaso de las seis de la tarde; actividades que, por supuesto, nadie le había pedido que hiciera y que, sobra decir, nadie le remuneraba.

El rostro que me encontré en la secretaría fue completamente nuevo: una mujer corpulenta y sudorosa, entrada en los cincuenta y que mascaba chicle, me recibió con los párpados a media asta. Al pronunciar el nombre del docente al que buscaba, su rostro se iluminó y una leve sonrisa floreció de forma espontánea. La señora me anunció que Don Matías había dejado el colegio hacía al menos doce años y me anotó en un recorte de papel la dirección del que creía fue su siguiente destino. Cuando salí, no pude evitar detenerme frente al roble que plantamos con él cierto día de Andalucía; ahora debía medir unos quince metros de altura. Aquello me hizo pensar en la semilla que Don Matías había plantado en muchos de nosotros, y en especial en mí. Una muy difícil de abonar y que arraiga bien poco: la del entusiasmo.

En el segundo instituto, aún más decrépito si cabe, tampoco le encontré, pero el jefe de estudios sufrió el mismo arrebato de alegría recién encontrada cuando mencioné el nombre de mi profesor. Me confesó no saber mucho de él desde que se marchó de allí, nueve años atrás, pero no pudo evitar evocar la motivación y el ímpetu que siempre irradió Don Matías durante sus años de servicio.

Del tercer destino me mandaron a un cuarto, y del cuarto a un quinto. Y fue en este último, un centro de educación para adultos de paredes encaladas y desconchadas, de vidrios agrietados y jardín desangelado, donde fui a encontrarle finalmente. Un instante antes de que su mirada se posara en mí, dude si me reconocería. Pero su característico gesto de cejas enarcadas le delató sorprendido, y sus lagrimales encharcados le descubrieron feliz de verme.

Nos tomamos un café en la cafetería más cercana, que nos recibió con el sonido de tragaperras y un murmullo de gentío obrero que a mí me devolvió aún más a mi infancia. Entre historias y anécdotas, se nos escaparon un par de horas del reloj sin que ninguno de los dos se percatara. Solo entonces Don Matías se interesó por el motivo de mi visita. Yo, sorprendido por encontrarme sin mi timidez habitual, comencé a hablar sin titubeos. En primer lugar, le agradecí su labor durante los años en los que pude disfrutarle. Su dedicación y su paciencia. Su sonrisa permanente. Pero enseguida desemboqué en una ristra de vivencias que ilustraban lo crucial que había sido en mi vida su particular método de trabajo; ese que me había hecho tener éxito en todo proyecto en el que me había embarcado. Le confesé acordarme de él más a menudo que de mis padres, y Don Matías se derrumbó en el abrazo más sentido que me habían dado en mi vida.

En cierto punto de la conversación, no pude evitar preguntarle por qué hacía lo que hacía; por qué había pasado su vida en centros educativos de mala muerte, o incluso si nunca se planteó buscarse un empleo mejor remunerado o más agradecido. Éste recuperó la entereza y me ofreció una última lección de vida: «Si no lo hago yo por los chavales, quién lo va a hacer…». Me explicó también que ser profesor es como ser padre, en cierta forma: «te desvives por tus hijos, tratando de que salgan al mundo lo mejor preparados, pero jamás debes esperar agradecimiento alguno». Y me confesó que aquella visita, aquel reconocimiento, le había pagado de largo sus 46 años de servicio. Aunque estuve a punto en varias ocasiones, finalmente conseguí no contarle lo de mi cáncer y que apenas me quedaban tres meses de vida. Quería ante todo su mirada honesta y agradecida y su conversación sin adulterar, libre del mensaje compadecido habitual. Y la tuve.

Tras un abrazo y un cruce de coordenadas de contacto, lo vi marchar por la acera con su habitual agenda de cuero y una cojera evidente. Lo vi como un cruzado incomprendido, como un ángel sin alas. Lo vi como un pastor de la religión más antigua y genuina que jamás ha existido; esa que muchos dicen enarbolar, pero que muy pocos profesan: la vocación.



[unsplash @ayosake]


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